Considerado una de las figuras clave del nuevo arte poscolonial asiático, el pintor de origen filipino Manuel Ocampo se ha proclamado como uno de los enfants terribles del panorama artístico actual.
A lo largo de su trayectoria, Ocampo ha dado luz a un corpus creativo frente al que es imposible sentir un atisbo de indiferencia. Bajo un lenguaje de carácter neoexpresionista, Ocampo destruye cualquier impostura o convencionalismo pictórico con el objetivo de cuestionar y poner en jaque las bases sobre las que históricamente se ha construido nuestra identidad social y cultural.
Fusionando estilos y múltiples referentes iconográficos, tanto religiosos como profanos, Ocampo construye una narrativa visual donde el carácter subversivo, burlesco y satírico de las imágenes se eleva a la máxima potencia gracias a una caricaturesca y desenfrenada puesta en escena que oscila entre lo escatológico y lo abyecto. De este modo, el universo plástico del artista, compuesto de elementos ya icónicos como son los crucifijos, penes, cruces gamadas, dinero, cuchillos, gusanos, dibujos animados y excrementos, se erigen como emblemas de su actitud irreverente y absolutamente crítica en torno al pensamiento imperialista, desacreditando hasta su aniquilación el paradigma del canon eurocentrista.
La iconoclastia de sus creaciones da fe de la magnitud de registros que alcanza su obra, donde Ocampo nos sumerge para terminar engulléndonos en la vorágine de las múltiples y turbadoras referencias que ponen en tela de juicio la violencia, el sexo, la religión y la política que se esconden tras sus manierismos pictóricos.
En este sentido la obra que nos atañe (“El motivo compensatorio en la economía libidinal de la mala conciencia de un pintor”), perteneciente a una etapa temprana dentro de su trayectoria, evidencia la coherencia con la que Ocampo ha vertebrado su trabajo pudiendo detectar ya en ella, el carácter plástico que definirá su periplo artístico.
Tras una máscara de lucha libre mexicana, con esvásticas en el brazo desnudo y alas luciferinas, este cantante pop con collar de calaveras reúne en su cuerpo un compendio de símbolos que Ocampo vacía de significado para crear una mixtura delirante que cortocircuita cualquier interpretación sencilla. “Minima Moralia”, el título que acompaña la figura, remite al ensayo de Theodor Adorno, un libro valiente en el que el autor analizaba lo que el capitalismo heredaba del nazismo. Como hiciera el filósofo francés, el pintor filipino desmenuza mediante el campo de la pintura las patrañas del imperialismo capitalista. Con una estética a medio camino entre el expresionismo y el pop, Ocampo entremezcla los referentes de la cultura popular mexicana con la iconografía de propaganda política con la que se dio a conocer en el mundo artístico. De hecho, la franqueza “grunge” a la hora de hablar de los dilemas morales de la sociedad moderna que caracterizó esta etapa, le otorgó un notable prestigio crítico que lo colocó en lo más alto del mapa contemporáneo internacional.
Su obra, es sin duda la prueba más certera del carácter rebelde de este “outsider” del panorama artístico, y de su firme creencia en que el mundo y nuestra existencia están completamente dominadas por el caos y el absurdo.