El espacio sagrado de Jorge Oteiza

Con las vanguardias artísticas el arte vivió una auténtica revolución que significó la completa modernización del lenguaje escultórico tradicional. En el ámbito nacional esta renovación lleva grabada el nombre propio de Jorge Oteiza.

La escultura y el pensamiento de Jorge Oteiza encuentran su origen y arraigo en lo más profundo y primitivo de la identidad y cultura de su tierra natal. De hecho, su obra no puede entenderse en toda su complejidad sin atender a su relación con el País Vasco y el delicado contexto histórico en el que se desarrolló. Tras unos años dominados por una especie de letargo cultural, Euskadi necesitaba de forma urgente encontrar un revulsivo que les retornara el esplendor de épocas pasadas. Tan esperada reacción llegó a partir de la segunda mitad del siglo XX con la confluencia de un grupo de artistas que se agruparon en diversos movimientos como GAUR, EMEN ORAIN y DANOK.

Sin embargo, el impulso definitivo que aupó la practica artística vasca a lo más alto vino de manos de dos nombres propios: Oteiza y Chillida, quienes con sus innovaciones marcarían un punto de inflexión en la historia del arte vasco que traspasó nuestras fronteras hasta hacerse eco alrededor del mundo.

En 1948 y tras 15 años de frenética experimentación que lo llevaron a recorrer Sudamérica, Oteiza regresa a su tierra imbuido por movimientos de Vanguardia como el cubismo, el constructivismo y el suprematismo Kazimir Malevich, pero también por un profundo conocimiento de la estatuaria megalítica de las culturas amerindias. Sin embargo, su vuelta no resultó ser como había imaginado. El panorama que encontró fue a todas luces desolador; nada quedaba ya de aquel ímpetu cultural que había florecido durante la República.

Desde su retorno hasta el final de la década de los cincuenta, la presencia de Jorge Oteiza en el arte español y en los principales focos internacionales se vuelve permanente, convirtiéndose en una figura capital en los acontecimientos artísticos que se desarrollaron. Toda su energía y férrea convicción la encauzó  hacia una renovación del arte vasco, fundamentada en la afirmación de su identidad como pueblo. Con Oteiza, por tanto, el arte volvió nuevamente a   desempeñar un papel esencial dentro de la sociedad como reflejo, en este caso, de la sensibilidad vasca.

En estos años, Oteiza luchó de forma incansable y vehemente por cohesionar y revitalizar el decaído mundo artístico vasco, pero se topó con la desidia de las instituciones, tanto las del régimen franquista como las del nacionalismo vasco en la clandestinidad. Su agotamiento frente a la situación le llevo en 1959 abandonar radicalmente la escultura, justo cuando su carrera alcanzaba lo más alto, tras alzarse con el Primer Premio de Escultura en la Bienal de Sao Paulo (1957).

Por fortuna, la decisión de Oteiza no resultó definitiva y en 1970 retomó su actividad escultórica reanudando y concluyendo  antiguos proyectos  que había dejado inconclusos tras su repentina retirada. Fue entonces cuando decidió entregarse a su laboratorio de tizas cuyo origen se encuentra en las maquetas realizadas en yeso que utilizaba como base de sus esculturas. En él, Oteiza dio rienda suelta a todos sus planteamientos teóricos hasta lograr escudriñar ese espacio interior de la escultura que el artista definió como el espacio sagrado, vinculado a la cultura prehistórica vasca y sus monumentos megalíticos.

Será en esta etapa cuando, guiado por la ambición de construir el espacio, no solo desde una presencia arquitectónica sino también, desde una dimensión  metafísica y espiritual, Oteiza decide utilizar dos herramientas fundamentales: las cajas para contener el vacío y las tizas para expandirlo y liberarlo en formas dinámicas abiertas. A estas ultimas pertenecen las dos excepcionales esculturas que nos ocupan, cuya licitación representa  un significativo acontecimiento  en el mercado del arte.

Como resultado de estas experimentaciones que llevó a cabo en su laboratorio de tizas, Oteiza ideó en 1970 “Zazpiak”, cuya fundición bajo su supervisión personal no se llevará a cabo hasta el año 2001. Vaciada de materia e inundada de metafísica, la obra hace alusión en sus formas y en su propio título a los siete territorios vascos que para los nacionalistas configuran Esukal Herria y cuyos escudos se reproducen en la bandera bajo un centenario lema: Zazpiak bat (Las siete, una). La pieza refleja la tensión entre cada una de las partes y el conjunto total, dando como resultado una pieza rotunda a la vez que armónica y expansiva.

El laboratorio de tizas será también donde Oteiza retome las maquetas tituladas “Hau madrilentzat” (Esto para Madrid) vinculadas a un proyecto de escultura publica fallida para el paseo de la castellana en Madrid e ideada inicialmente, tal y como consta en el texto escrito por el propio Oteiza “Mi última escultura como elogio del descontento» para ser instalada al final del paseo, en el saliente del Monpas ( San Sebastian).

Pocos títulos nos anticipan de forma tan clarividente la intención implícita en la creación y carácter del artista. Simbolizando las tensiones entre el centro y la periferia del Estado Español, la figura compuesta a base de distintos tetraedros  que divergen entre sí, se asemeja a un corte  de mangas y que, parafraseando al escultor, simboliza lo que siente como «respuesta visual de Euskadi al centralismo de los políticos sordo-ciegos de Madrid».

El paso del tiempo como elemento del que Oteiza quiso desprenderse en sus esculturas para elevarlas a un plano eterno, se torna ahora en el gran aliado de su legado, cuya vigencia constituye el mejor retrato de este artista que encarnó con su arte el verdadero poder transformador y trascendental de la experiencia estética.

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