Artistas como Kim Simonsson siguen hoy en día inspirándose en los grandes relatos que nos han acompañado desde nuestra infancia
La alianza entre la literatura y las artes plásticas ha sido y sigue siendo uno de los binomios más fructíferos e inspiradores para la creación artística. Dos formas de abordar y plasmar la realidad que no hacen más que enriquecer la experiencia del espectador creando un diálogo fascinante entre lo visual y lo narrativo.
Como si existiera un pacto implícito entre ellos, ambos se han retro alimentado hasta lograr convertirse en parte de nuestro imaginario colectivo, propiciando nuevos prismas desde los que interpretar las obras literarias a través de la plástica.
Ya desde la antigüedad clásica, los artistas acudieron a fuentes escritas que, como los relatos mitológicos y los poemas de Homero y Virgilio, han ocupado un lugar determinante en la historia del arte. Del mismo modo ocurre, a partir del medievo, con los textos bíblicos cuyos dogmas y enseñanzas se convirtieron en uno de los motores creativos por excelencia y, en consecuencia, en protagonistas de muchas de las obras de arte más memorables de la historia.
Pero, mucho más allá de los textos clásicos y bíblicos, esta simbiosis entre la palabra escrita y la expresión visual ha sido determinante a la hora de asociar grandes obras de la literatura universal con una imagen muy concreta. Botticelli y sus ilustraciones de la Divina Comedia de Dante; John Everett Millais y su visión de la Ofelia de Shakespeare; Manet y sus versiones del flaneur de Baudelaire; Picasso y su inolvidable interpretación del Quijote de Cervantes; Dalí y su delirante Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll; o Miquel Barceló y su interpretación da la Metamorfosis de Kafka, son solo unos pocos ejemplos del poderoso vinculo que se establece entre ambas, como si de su combinación obtuviéramos una versión más completa y potenciada de cada una de ellas.
Su constante y casi inevitable convergencia sigue aún hoy en día dando sus frutos a través de creaciones que, como las del finlandés Kim Simonsson, nos hacen viajar al país de nunca jamás y los niños perdidos de Peter Pan. Sus esculturas dotadas de un carácter singular e inimitable combinan técnicas artesanales antiguas con temas inspirados en el manga, en los cuentos tradicionales de su país natal y, como ya hemos apuntado, en los relatos de Peter Pan y los niños perdidos de J. M. Barrie, maridando de forma inconfundible lo inocente con lo inquietante extraño y melancólico.
Los niños como protagonistas absolutos de su producción se convierten en seres fantásticos que, como guardianes de los bosques, se muestran en perfecta simbiosis con el mundo natural, hasta el punto de camuflarse en él. Estas criaturas fantásticas protegidas por las plantas que crecen sobre sus pieles representan una comunidad utópica en la que no hay rastro de ningún adulto.
En este punto es inevitable rememorar la historia de Peter Pan y los niños perdidos, que construyen una sociedad secreta e impenetrable para defenderse contra las agresiones externas. Los niños del bosque de Simonnson, como los de Peter Pan, representan el espíritu genuino y verdadero de la naturaleza del cual, progresivamente, la humanidad se ha ido apartando. Frente a la degradación que paradójicamente ha generado el desarrollo y progreso, Simonsson nos propone una comunidad más sostenible capaz de relacionarse de otra manera con su entorno natural. Mientras no lo conseguimos, el arte de Simonsson mantiene viva la ilusión hacernos pensar que aun podemos viajar al país de nunca jamás.