José de Ribera, uno de los grandes maestros del Barroco, encontró en la figura de San Sebastián una fuente inagotable de inspiración artística. En su obra, representa la historia del santo como un símbolo de vida y fe, capturando la tensión entre el sufrimiento y la redención.
Ribera encontró una gran fuente de inspiración en la figura de San Sebastián y en su historia, marcada por su ascenso en el ejército, en tiempos de Diocleciano y por su carisma, con el que convirtió al cristianismo a muchos romanos e incluso logró evitar la ejecución de otros.
Precisamente, su tormento y la fuerza que transmite su historia protagonizan este lienzo, en el que captura cómo, otra cristiana, Irene, junto a su sirvienta Luciana, acudió a la ayuda de Sebastián, tras ser condenado a morir por las flechas de sus compañeros. El artista capta cómo ambas le liberaron y cuidaron de su lánguido cuerpo, hasta salvarle la vida.
En esta versión de Ribera, la escena transcurre en un entorno de penumbra, como si la noche hubiera envuelto la ciudad de Roma, permitiendo a las dos mujeres actuar sin ser vistas. Desatan a Sebastián del árbol y limpian su cuerpo de las flechas. Ribera nos presenta a un joven hermoso, cuya desnudez está sutilmente cubierta. La piel pálida y casi marmórea de Sebastián nos sugiere un desenlace fatal, aunque su cuerpo no está cubierto de sangre. Ribera parece inspirarse en la escultura clásica, evocando al Galo Moribundo de los Museos Capitolinos. Al igual que esa figura, Sebastián parece congelado en el tiempo, conectando la opresión del Imperio Romano con la historia del futuro santo. Aunque su cuerpo refleja un sufrimiento profundo, un halo de vida parece mantenerse en su rostro. Su expresión, serena y plácida, con una leve sonrisa, sugiere que Sebastián aún está vivo.
A pesar de que San Sebastián, con el resplandor de su piel, domina visualmente la escena, las figuras de Santa Irene y Lucina juegan un papel esencial. Lucina, la sirvienta, aparece sosteniendo un tarro, probablemente con ungüentos para las heridas, mientras observa la escena con serenidad. Su mirada altiva refleja tanto su valentía por salvar a Sebastián como su falta de miedo ante cualquier observador que pudiera delatarlas.
Los ojos de Lucina nos conectan directamente con la escena, rompiendo la barrera entre el espectador y la obra. De repente, nos convertimos en testigos romanos, transeúntes curiosos que se topan con una realidad brutal del Imperio: la muerte en las calles. Ribera, con esta solución compositiva, nos involucra en el martirio de Sebastián.
Si comparamos esta escena con la famosa representación de Judith y su criada, podemos notar un claro paralelismo. Según relata el Antiguo Testamento, Judith salvó al pueblo hebreo tras asesinar al general Holofernes. De manera similar, Irene es una heroína, pues salva al cristianismo, representado en San Sebastián.
Santa Irene se muestra despojando a Sebastián de su última flecha. Este acto, aparentemente sencillo, revela dos acciones simultáneas: con la mano derecha extrae la flecha con una delicadeza sorprendente, mientras que con la izquierda sostiene su cuerpo, proporcionando el soporte necesario para culminar su tarea. Este gesto, tan medido y preciso, suaviza el hecho dramático y refuerza el simbolismo de la compasión y la salvación.
De esta manera, Ribera nos muestra que la fe ha triunfado sobre la tiranía y la muerte. La firmeza de las convicciones de Sebastián y el heroísmo de Irene hacen posible que el mártir no pereciera en ese momento, ofreciendo un mensaje de esperanza y redención.