Joaquim Mir, colorear las páginas de una historia gris.

Desde su primera juventud, Joaquim Mir formó parte de los círculos artísticos más antiacadémicos. A los veinte años, en su Barcelona natal, con sus amigos Isidre Nonell y Ramon Pichot, entre otros, formaron la Colla del Safrà, un grupo heterodoxo sin otro dogma que la libertad creadora.

 

Cada uno de ellos reinventó a su modo la pintura al aire libre, y distintos rincones de la ciudad condal y sus pueblos aledaños (desde Montjuic a Sant Martí de Provençals) se tiñeron de un color azafranado. El predominio del tono rojizo del azafrán en sus pinturas daría nombre al grupo (“safrà”). Quizás porque vivían en una ciudad acosada por las bombas, el cristal a través del que mirar las calles era de color azafrán. Torbellinos de violencia agitaban la Barcelona de finales del siglo, sacudida por ataques anarquistas, que eran castigados con drásticas represiones. La industrialización acelerada había acuciado la miseria de amplias capas sociales.

Fotografía tomada de Mir en su taller.

Mir no era ajeno a las injusticias sociales, pero en lugar de retratar la crudeza de la vida lo que hizo fue reivindicar la función sanadora de la belleza. Como él mismo escribió: “sólo quiero que mis obras alegren el corazón e inunden de luz los ojos y el alma”. Ante el blanco y negro de la realidad que le tocó vivir, Mir opuso una paleta radiante, con infinitos matices cada uno de los cuales eran teclas con las que hacer vibrar el alma.

 

Su pintura pasaría por varias etapas: en Mallorca, rebasaría los postulados simbolistas con sus subyugantes óleos de acantilados; en los años de Tarragona, exploraría los límites plásticos del postimpresionismo…

JOAQUIM MIR TRINXET “Plaça del mercat de Vilanova”.

 En su última etapa, la de Vilanova i la Geltrú, alcanza una madurez sosegada. Eran los años de la dictadura militar de Primo de Rivera, especialmente represiva para el territorio catalán. Mir, tras casarse con una joven de la Vilanova, un pueblo costero de la provincia de Barcelona, se asentó definitivamente en la localidad, y pintó numerosos parajes de los alrededores: vistas de la playa y de interior. Pero, sobre todo, fueron las escenas de la vida cotidiana en Vilanova, centradas en el ajetreo del mercado o en las fiestas locales, donde su enérgico trazo logra una magistral combinación de estallido lumínico y sabor popular.

En los mismos años que realizó “Las Comparsas de Vilanova” (ca.1926), debió llevar a cabo la “Plaça del mercat”, óleo que Setdart licita estos días en sus subastas online. Ambas se caracterizan por una pincelada ágil y colores vibrantes, propios de una etapa de madurez, que recogen el bullicio y el movimiento (de la fiesta o del mercado). Ambas ofrecen un punto de vista peculiar: las comparsas parecen haber sido pintadas desde un balcón de la plaza, y la Plaça del Mercat ofrece una perspectiva lateral, a pie de calle, como de un transeúnte a punto de adentrarse en la galería cubierta y abriéndose a mano izquierda una luminosa visión de la plaza de tierra. Mir reduce la realidad a sus elementos básicos mediante un excelente manejo de la luz y el color sugiriendo el pulso que late bajo las formas. Así, las figuras de las verduleras y los transeúntes son pura agitación cromática y la luz del mediodía se cuela hasta en los umbríos recovecos de los soportales.

 

Con el inicio de la Guerra Civil, el pintor se recluiría en su casa de Vilanova, y las mejores composicioneslas reflejaría desde su jardín. Le tocó vivir tiempos difíciles, pero supo impregnar su entorno de luces que ahuyentaran las sombras.