La evolución del retablo hasta el Renacimiento

Los orígenes de los lugares de culto cristianos no eran edificios dedicados exclusivamente al rezo, sino una cámara dentro de un edificio, como por ejemplo una habitación o un pequeño rincón, destinada a tal fin. Aquí, una o dos personas podían orar sin ser parte de una congregación. Desde su origen en la Edad Media hasta su apogeo en el S.XVII, cuando los retablos se convirtieron en auténticas obras magnas, pasaron por diversas mutaciones, entre ellas y una de las más interesantes sin duda, fueron los cambios que llegaron con el renacimiento.

El retablo en su origen era un elemento de tamaño reducido, portable, que se colocaba normalmente sobre la mesa de un altar para oficiar la liturgia. Con el tiempo evolucionó y se convirtió además en un objeto con una finalidad decorativa y didáctica. Podemos decir que el nacimiento del retablo como tal se encuentra en las tablas medievales que ornaban en principio los frontales de las mesas de altar, pero que en un momento dado pasan a colocarse suspendidas detrás de la misma. Será, especialmente en el gótico, cuando estas composiciones que en principio eran, fundamentalmente, pinturas sobre tabla, se van a ir complicando y ampliando. Así surgirán diferentes modos de entender el retablo: desde los más sencillos trípticos que se desarrollan básicamente en el ámbito flamenco, hasta los complejos retablos hispanos que llenan toda la superficie del ábside o de la capilla mayor. En un principio la estructura del retablo era independiente, la parte trasera quedaba libre, visible, como una sencilla trama arquitectónica que sirvía más bien de marco a las pinturas, pero según avance el tiempo los retablos se convertirán en verdaderas estructuras portables de gran complejidad técnica y artística.

Durante el renacimiento, los retablos empezaron a desarrollarse y a transformarse en verdaderas obras maestras. Podían variar en la complejidad de su construcción: desde los más sencillos dosales a los grandes polípticos, divididos en varias secciones, que desplegaban las destrezas artísticas de pintores como Niccolò di Pietro Gerini, a finales del S.XIV, o el maestro de la escuela de Umbría Luca Signorelli, durante la segunda mitad del S.XV.

Experimentaron un gran cambio formal desde principios del siglo XV, cuando pasaron de ser un políptico, en un marco gótico, a un solo panel rectangular, enmarcado en el estilo arquitectónico característico de la iglesia. Ejemplos del periodo muestran cómo un cambio estructural dio como resultado un cambio artístico y técnico.

La decoración de cada obra refleja dónde fueron creados y las circunstancias de su origen. Tras cada pieza hay historias mundanas: encargos del los propios capellanes, las congregaciones religiosas o los clientes privados (conocidos como donantes) sobre qué santos debían aparecer, qué escenas iban a ser las escogidas y por qué.

Retablo de Niccolò di Pietro Gerini

El retablo del S.XVI que licita Setdart el próximo 14 de junio, es un magnífico ejemplo del estilo renacentista en España. Estructurado en dos cuerpos, la zona inferior posee una inspiración clasicista que remite a modelos de la antigüedad en España. La alternancia entre los frontales y las hornacinas aveneradas se inspira en los parascenium o frontales de las escenas de los teatros romanos, sirva como ejemplo el de Mérida. La zona superior, que se divide en tres calles, evidencia un estilo más idiosincrático, donde se alternan características que provienen de la antigüedad clásica con elementos propios y únicos de la cultura española, mostrando así una estética que puede ser definida como plateresca. Este estilo se caracterizó por aunar influencias estéticas que provenían del repertorio gótico, renacentista e islámico. La presencia de las cúpulas achaflanadas, situadas en los laterales, el remate apuntado en el que finaliza la zona central y la presencia de puttis, entre otras ornamentaciones clásicas, dan testimonio de esta confluencia de estética única que fue el estilo plateresco.

En la zona central del retablo, como punto de fuga y epicentro de la estructura arquitectónica, se aprecia la figura de Cristo, presentado como una alegoría de la Eucarística. De su costado, emana un dramático reguero de sangre, que confluye en un dorado cálice, simbolizando así las palabras que Cristo pronunció en la última cena “Tomad y bebed todos de él, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados”.

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